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l araña sigilosa cada poro…” 
(“El Néctar del Placer”)

jordi Cots

      
Un estertor vomitivo se escuchó en el lugar. Hacía una  temporada más o menos larga que no percibía aquel sonido que lo torturaba. La última vez que escuchó el canto a poco de zarpar se precipitó al mar haciendo añicos los cristales de la ventana, y se salvó gracias a que en esos momentos los pescadores de la isla regresaban de su diaria labor. Esta vez la vio y se quedó alelado, boquiabierto: sin duda era una sirena. Cabellos dorados, rostro de ninfa lujuriosa, pechos frondosos y cola de pez. ¿Volvería a verla algún día?

Su piel absorbía la sal. La quilla sobre la cual se asentaban las cuadernas crujía. Intentó sujetarse bien del palmejar donde todo era tan resbaladizo.

Kichi Nakamatsu se hallaba en medio del mar, él tenía los ojos  hipnotizados en las tremendas olas. ¿Cuándo saldría de aquel mundo de ondas negras y espumas? El horizonte oscilaba. Cabalgaba con su barca.

Sabía desde niño que los tifones traen consigo vientos destructivos, lluvias torrenciales, inundaciones y tornados. Una sola tormenta puede causar estragos en poblaciones costeras e interiores y en espacios naturales en cientos de kilómetros cuadrados.Por eso su desesperación no era tanto de la mar brava sino del temor de ser arrastrado con la embarcación hacia las rocas.

Kichi Nakamatsu sentía en la noche, lejos del puerto de Otaru donde algunas veces zarpó, la desesperación de ser arrastrado por ese mar enfurecido a ignotas regiones. “Este fenómeno se forma a partir de sistemas de bajas presiones con actividad lluviosa y eléctrica”, se dijo. Para no pensar que estaba en gran peligro por el tifón, con vientos huracanados y las lluvias de los últimos días, empezó a pensar que debía ser sereno y remar. Remar, remar.

Kichi evocó a Susanowo, viejo dios del mar y de las tormentas, de temperamento impulsivo y furioso. Pero él, a diferencia del dios Susanowo,  nunca mató a una serpiente monstruosa que tenía ocho cabezas, tampoco encontró la espada sagrada, Kusanagi. Pensó  así, sin presagiar su condena, que se hallaba caminando, sin preocupaciones, pletórico de felicidad, en el jardín japonés, de la mano de su esposa y sus dos niñas, flor de cerezos. Una enfurecida ola de un maretazo, azotándolo, cubriéndolo de espuma, lo devolvió a la realidad bañándolo en agua y sal. “¿Dónde diablos me hallo?” Total, el maldito faro no estaba allí, donde debía estar. Oró, como hacen los pescadores nipones, con reverencia, humildad, respeto al mar, y se limpió con las manos el agua que corría por sus pálidas mejillas. El mar, tan grande y furioso, infundiéndole temor y respeto. El primer recuerdo que tenía del mar no era tomando baños de sol en una bahía sino mar abierto en el mar de Japón: una punta de arena hiriendo la boca gigantesca de las olas. A los lados, en la base de la punta, rocas negras y desperdicios abandonados por la resaca.

Kichi Nakamatsu para no sentir miedo entre aquel mar enfurecido se sintió navegar sobre el cuerpo de esa mujer. Trató de consolarse en su desgracia. Unos sorbos de sake no le harían mal pero cómo, ni agua en botella tenía en su bote. Pensó, dándose ánimos, mintiéndose a si mismo: “Qué bueno es hacer el amor en la oscuridad, en Tottori, con una ofrecida de grandes caderas y pechos, una mujer que no es perversa, que solo huele a conchas lavadas, a manglares, algas y mar salino. Qué bueno es sentir sus caricias, sus aromas, sus tibios sudores. ¡Quieta, mi cerezo y diosa! Yo salgo de esta. Me quieres vencer, conmigo  no lo  lograrás”.
Kichi Nakamatsu intentó comunicarse por el pequeño radiotransmisor que chillaba cargado de interferencias. ¿Su teléfono celular? Mojado. No funcionaba, le respondió como el radiotransmisor con un ruido ronco que se apagaba a ratos, le devolvía algunos chirridos de las frecuencias captadas con interferencia. 
Maldijo.

Se le cruzó la idea de echarse al mar por la borda buscando llegar hasta las islas Oki y Dōgo, nadar como si enloqueciese buscando abrevar su sed pero no lo hizo; se hallaba exhausto. Pensó en los tiburones blancos, las tintoreras, las rayas, las medusas y los remolinos de las olas; tuvo miedo. Además, nadar hacia dónde, sin brújula, sin orientación, era noche y supo que quizá nunca amanecería como aquella vez que casi se ahoga en Hokkaidō. Todo ello, le hacía notar que, al otro lado, en Matue, casi todos dormían en la ciudad, cómodos, ajenos a sus angustias, nadie estaba pendiente de él, solo quizá su pobre mujer y sus dos hijas.

En la oscuridad comenzó a estremecerse, a volverse parte del maldito mar, a ser devorado por las sombras de la noche. El esfuerzo mayor era el del cuerpo, los músculos, huesos  y tendones articulándose frenéticos. Comenzó  a buscar salida remando, intentando olvidarla. La barca se mecía de acuerdo al rigor del intenso oleaje y Kichi Nakamatsu se dejó guiar por la dirección del viento norte, como cuando hacía sus meditaciones Zen, como practicante del Zazen,  pensando en el tiempo sin tiempo. Tiempo inevitable y sin retorno. Tiempo Oro. Sabía que el zen te sintoniza, te pone en un espacio propio, sin voces. “Eso es la contemplación”, se dijo. El Zazen te enseña una postura, la idea de formar una montaña. Pensó entonces, a manera de consuelo, para no perder la calma, que todos lo seres, los animales, las plantas, tienen la naturaleza de Buda. Pensó, evadiéndose de la realidad que lo condenaba, en la montaña sagrada del shintoísmo; el volcán extinguido Fujiyama, al sur de Tokio, que alguna vez quiso escalar. Desde la “contemplación”, en su infinita bondad y misericordia, así estuvo reconcentrado, orando, recordando los consejos de El libro del te, pensando que pronto amanecería, que debía dejar de  preocuparse porque se hallaba perdido en el mar. “Esta pelandusca está brava, muy brava, en nada entendible, debe ser de Niigata, peor que las putas del puerto de Osaka. ¡Mierda! Debí aceptar el trabajo que me ofrecían en Sapporo, en Hokkaidō. Pero lejos de la familia cómo, recién, valoro que los quiero tanto; sin ellos este infierno no es vida”.

La gran hermandad de los peces y hombres muertos en el mar parecía  recibir el gemido de los barcos hundidos por los temporales a no poca distancia. Pensó en su tierra amada Sakai, donde se hizo en mil oficios bajo la lluvia y el granizo al duro trabajo. Kichi Nakamatsu pensó, además, en que las sirenas nunca aparecen en la lluvia, en el arco iris, menos en una noche de tormenta como esta. Pensó en la dulce sonrisa de su madre Ayame, Flor de Iris,  y en Oyumi, su mujer tierna y buena que le aguantaba complaciente, a sabiendas de sus otros amoríos en la isla. Pensó en sus niños. “¿No soy macho? ¿No soy hombre? ¿No tengo huevos? ¡Aquí estoy sobre otra mujer! ¡Y no es nipona! Diablos. Así es la pesca, qué le vamos a hacer”.

Bebió un trago de agua del mar que le brindó el fuerte oleaje. El monzón de invierno lavó, una y otra vez, su rostro. Escupió. La marea: alta. Siguió remando por remar. De tanto remar sintió que su brazo izquierdo, de tan adormecido, era el Ishikari y el derecho, extenuado, el Kitakami. En la inmensidad del mar la barca parecía acomodarse sobre un médano oscuro, movedizo, agitado. “Esta perra está en celo”. La barcaa veces entraba en remolinos y huía rápida de un seguro naufragio. Arriba y abajo, olas y olas, abajo y arriba. Se quedó amodorrado en la penumbra con una espantosa tristeza. Bebió otro trago de agua salada invocando la  protección celestial, el tariki, el auxilio de la gracia divina. “Es para el frío y dominar a esta hembra furiosa”, se dijo.

De pronto vio surgir el brillo engañoso de peces que saltaban, eran como navajas lanzadas por el mar. Pensó en que si hubiese estado en un velero moderno las cosas serían distintas, sumamente agradables y poco trabajo a bordo llevaría. Simplemente habría que cambiar periódicamente la posición de las drizas de spinnaker, para evitar la fatiga  en la polea del tope de palo. Habría que controlar, constantemente, el roce del tangón en la braza porque, de no hacerlo, se partiría con alguna  frecuencia. Pensó en la calidad de los cabos y el barómetro a bajar con una rapidez vertiginosa y que andaría en ese imaginario navegar como un fantasma viajando a siete nudos lejos del archipiélago. Negros nubarrones muy pegados al horizonte avanzaban a gran velocidad. Llovía a cántaros. “Esos son yates de ricos, mierda. Yo tengo que salir airoso con esta barca”. Todo aquello no era para pensar en la cerveza del puerto, siempre fresca y espumante, aún así para disimular su temor al mar pensó en que llevaba cartas náuticas, derroteros de la costa y tablas náuticas con señalizaciones para no perderse  como el cuerpo mareante y quebradizo de la mujer, su otra mujer,  y pensó entonces en la música alegre de los bares y burdeles. Pensó en Madame Butterfly, aquella proxeneta comadrona que sabía  mucho de sus  íntimos secretos con su esposa.  Ella tenía un  loro verde escandaloso llamado Midori y un perro llamado Chikugo, que andaba olfateando las piernas de los clientes, como si supiese reconocer el olor a sexo en deseo. Imaginó escuchar las noticias de la NHK  hablando del arte japonés: la arquitectura, el sumie-e, el shodo, la poesía, la ceremonia del te; en fin. “Los olores promiscuos”, se decía, “siempre atraen a los perros…y, por supuesto, a las perras emputecidas”. Madame Butterfly había heredado esos traseros inmensos de ciertas mujeres a las que todo  el mundo miraba con cierta crueldad aunque fuese astroso y viejo carcamal. Pensó en sus “sobrinas”, siempre sensuales y acariciadoras, cicutas de perfumes penetrantes, dispuestas a las caricias y al disfrute, buscando hacerle bailar y beber primero siempre que retornaba a las calles después de haber vendido la pesca del día. Y ese loro verde que siempre le aturdía con su estúpida mirada y gritos.

Pero esta noche no era diferente. Mirando aquella cabellera y escuchando esa voz comenzó a pensar en Kim, una bella jovencita oriental que conoció a través de los favores de Madame Butterfly. Se había prometido no pensar nunca más en ella desde que una de sus muñecas le robó la billetera con 600 yenes y se sintió burlado en su honor propio. Un hombre sin identidad es un hombre en el mar, a la deriva. Ella, en su osadía, para promover su labor a los parroquianos, había mandado colocar  un cartelito en la puerta de su habitación: “Kim, de Shangai, te hará conocer los secretos del WangPo”. Sintió que debía remar más rápido. ¿Hacia dónde?

Recordó sus primeras incursiones sexuales con las prostitutas a los quince años, justamente con Madame Butterfly. En aquel entonces, era un jovencito sentimental y triste, inventando historias de amantes y de cómo ganar la lotería. Al entrar en la estrecha habitación Kichi Nakamatsu quiso hacerse el experto, pero aquella mujer de carnes rollizas, de olores curruscantes, que en nada se parecía a la triunfal Kim de ahora, notó enseguida que aquella era su primera experiencia sexual. Kichi Nakamatsu, de manos finas y entonces esbelto cuerpo, pese a todo, la llenó de caricias con las manos frías, trémulas y vacilantes. Nunca  olvidaría con qué cariño recíproco lo trató. Luz de luna. Kichi-niño acomodó esas manos donde nunca antes habían tocado y siguió explorando los fondos marinos, húmedos, perfumados. Sus manos en los muslos, su corazón latiéndole sordamente por el miedo y la ansiedad de ser rechazado, los dedos hundiéndose en la humedad de sus bellos pubis. 
―Tu amoroso monte de Venus se parece a las algas.
Kichi recordó aquella palabra, “algas”, por él dicha. 
Y ella muy fresca y complaciente, le dijo:
―Es que yo soy  el océano. Vamos, súbete a mi cuerpo, yo te llevaré mar adentro.

Kichi Nakamatsu nunca olvidaría la ternura de sus besos y el sexo oral que ella le practicó. Le besó los ojos, el cuerpo todo teatralizando, cual geisha le juró amor eterno y Kichi, fulminado por sus caricias, se lo creyó. A Kichi le habían enseñado a no fiarse de los chinos, gente de baja ralea, sin gran estirpe, sometidos. ¡Qué importaba! Kichi se unió a la provocadora en la fosforescencia lechosa, en la fusión de sus cuerpos desnudos, haciendo el amor carnal. Kichi Nakamatsu derramó, además de su semen, las mismas lágrimas que ahora derramaba remando en la tormenta lluviosa pensando en Kim; recordó entonces cuando ella le contó la historia de su pueblo y sus sufrimientos entre coolíes. Ambos querían cosas risueñas y bonitas. Kichi Nakamatsu empezó a hablar de prisa, no quería olvidar que  Madame Butterfly, quien era una mujer anciana, fea, desdentada y deforme, con el párpado caído,  solo quería instruirlo en la lid amatoria, así perfeccionar el lenguaje corporal de aquellas caricias que le hicieron muy feliz. Kichi Nakamatsu le contó que quería ser pescador, no como su padre, que detestaba el mar y era perverso con Ayame, su progenitora.

Llovía y los relámpagos se perfilaban en el horizonte del mar en rutilantes fosforescencias. Ningún barco a la vista.

Recordó que no hizo caso al informe meteorológico y pronóstico de vientos huracanados para el fin de semana. Tormentas eléctricas. Remaba, mientras en sus delirios el pescador creía que Madame Butterfly, le escuchaba desde la penumbra. Kim sería su norte. Kichi Nakamatsu ya se había hecho bastante viejo, no era el mozo de antes. Ahora rememoraba invocándola, bebiendo grandes sorbos de los maretazos de agua, mientras la embarcación se estremecía, crujía y agitaba con extraño gemido bajo él, amenazando abrirse en dos al golpear contra los peñascos, con un promontorio que parecía el lecho de un arrecife y dejar que el mar se lo tragase,  como aquella mujer amorosa, de los párpados caídos, que en la noche, hace casi 40 años, le hizo olvidar cómo creció y se hizo hombre. 
¿Volvería a verla algún día? ¿A esa otra mujer?

No la había visto sino dos veces; la primera, trepando por el palmejar, la segunda, sentada sobre una roca revestida de musgos y líquenes, con las piernas recogidas, mirándolo en una dócil postura de nostalgia; con los labios trémulos y mortecinos en una especie de invocación anhelante de deseos pecaminosos, de íntimo lamento, que busca hacer eco en el tiempo, la inmensidad y la distancia; y, como en una ceremonia mil veces celebrada, sujetando en trenzas el viento lacio y claro de su cabellera. 

Quiso aferrarse y tomar  control del  timón con el que el patrón gobierna el mismo. Y en el instante preciso en que se abismaba, mástil al hombro, en aquel universo aislado, denso, gris verdoso, advirtió, con un terrible sobresalto, la llegada de una figura descomunal de lacios cabellos dorados, que le miraba imperturbablemente, que cantaba y cantaba, que enfebrecida llamándolo a viva voz, insoportablemente cantaba.

De pronto, cuando Kichi Nakamatsu intentó retener en su memoria la sonrisa limpia de Kim vino lo peor, lo que tanto (y tantísimas veces) había temido, sintió un golpe seco y como a la sobrequilla le crujieron los huesos. Enmudeció de espanto. Entonces vino una ola más furiosa, luego otra, lo último de un grito sordo, ahogado, y una sombra pataleando, la de él, corriente adentro.

Escapemos de Senegal
Por: Samuel Cavero Galimidi

    Nos alejamos de las explosiones, incendios  y el humo asfixiante. 
Soy un sueño, sueño de polizón perdido. Salimos de Kaolack hacia el sur, huyendo de los disparos de fusiles por causa de la guerra civil. Papá se pregunta: ¿Diablos, cuántas veces hemos sentido la muerte besando nuestra piel, ahorcándonos el cogote? La carretera está bloqueada y salimos de ella como coyotes. A unos 70 km llegamos al puesto fronterizo de Farafenni y hay varias tanquetas de guerra, soldados bien pertrechados y mucha gente haciendo cola buscando salir del país para refugiarse. 
El conductor de nuestro viejo taxi nos indica que debemos bajar para formalizar la salida de Senegal. Papá y Abhid, mi hermano mayor viajan conmigo; mamá murió desangrada por tratar de recoger una granada activada. Su rostro sanguinolento todavía dejaba ver las huellas del horror de la muerte cuando escapamos de aquellos bandos que pugnaban por tomarse el poder. Solo unos muñones en sus brazos y su cuerpo mutilado hecho guiñapos era todo lo que quedaba de mi madre. Quise creer que no era cierto. Que mamá no está muerta. Que no estamos en guerra. Y aquí estamos pronto a separarnos. “Las diversas civilizaciones del  hombre blanco y las nuestras -eso dice papá, que siempre reniega, y nos abraza-, han provocado que África sea poco menos que una jungla, los reinos de la de la lucha por la sobrevivencia”. 
En mi recuerdo queda el momento en que nos embarcamos en este atestado y cochambroso ferry para cruzar el enorme río Gambia hasta Yelitenda. Descendimos del ferry y esperamos a que nuestro taxi haga lo propio y continuar viaje. La carretera se fue degradando a medida que nos hemos adentrado en territorio gambiano, y yo… me quedé dormido.
Somos pobres, vivimos hacinados y extendiendo la mano porque hay mucha hambre. Tenemos sequía y hambruna.  Me imagino que los europeos con el eurodólar siempre son más felices que nosotros, los de del Sur, dice papá. “¿Y nuestra guerra civil?” ¡Qué importa! “Pasará cuando se pongan de acuerdo”, afirma mi padre, rostro severo. Sueño estar lejos, muy lejos. Si  yo estuviese en algún lugarcito de Europa andaría con buena ropa en un coche de lujo, viviría en casa amoblada con televisores digitales LCD pantalla plana,  y usaría, por primera vez, zapatos finos; además asistiría al colegio, me curarían doctores y tendría hermosos libros con ilustraciones de animales, princesas y duendes retratados en muchos  colores. ¡Pero no es verdad!  Estamos aquí. Por la sequía y el hambre otros han muerto.  Será que ellos, los que no conocen nuestra tragedia,  apenas saben lo que es vivir en Senegal, menos entre los budumas del Chad o en Etiopía.  Ni qué hablar de Somalia, Burundi, Sudán, Congo ó Libia. Los muertos de las guerras se cuentan por miles.
Papá, mostrándome las cicatriz de una bala en el brazo dice que nunca cambiará nuestro destino, salvo que sus hijos emigremos, las reglas están impuestas por diversas formas de dominación que las heredamos desde tiempos de la colonia y aunque nos hagan creer otra cosa, no se notan masculla. Pero ahí están, haciéndonos más miserable la vida. Yo, perplejo, soñándome soldadito uniformado, listo a marchar un-dos, me digo (desde mi candidez) cuándo será posible que África viva en paz. ¡Quizá nunca! 
En mi imaginación de polizonte de una patera, de esas barquitas que viajan llevando sudorosos y famélicos inmigrantes africanos,estámi arribo a una gran ciudad española o francesa: a la vista sus edificios suntuosos, sus largas avenidas, el aroma a perfume y tabaco, sus vinos y licores, mucha gente blanca transitando por las calles, los cafés, el metro, sus festivales.
Vivir en Chad -el corazón del África- no es fácil. Estamos atrapados por sequías, hambrunas, turbas dementes e interminables desiertos. Aquí hay muchos niños trabajando como esclavos en la agricultura, el servicio doméstico, la pesca y en las pocas fábricas. 
Somos además hijos de la otra violencia. “No sabemos gobernarnos; lo resolvemos matando”, dice él. Pero papá afirma que los atentados y gente buscando matarse también lo hay en España, Medio Oriente y otras partes del África.
En el mediodía de Chad a casi cincuenta grados centígrados, ni las chicharras cantan, ni los pájaros vuelan.  
Mañana será otro día sofocante.  
Mi hermano Mokambo y el tío Sangha se quedaron para intentar vender pieles de cocodrilo. No hay dinero para viajar todos en una patera jugándonos la suerte. Si todo sale bien, dice papa, con el dinero que le enviemos por giro  él irá a  vender nuestras artesanías y a traer comestibles para vivir bien y alimentar a nuestras dos hermanitas Sarah y Bubu. Papá también tiene su sueño: comprar casa  y colmillos de elefantes en Gabón. Yo no quiero marchar al Norte, igual él ha pagado por mí y por Abhid, mi hermano.  Intentaremos pasar. Caminamos. La maldita carretera imagino que es como la patera: huele a enfermedad y muerte. Culebrea. Detesto la muerte de los nuestros, es como si se muriese un elefante. ¡Tengo el espíritu de un árbol que quiere vivir!      
Yo no sé leer ni escribir. Enmudezco. Dibujo. Abhid que ya tiene catorce años ha escrito de manera secreta  y me lee: ¿Amigo del Norte, conoces las estrellas del Sur? Las estrellas del sur  (yo las he visto muchas veces), alumbran a todos por igual, incluso cuando la gente descarga sus odios asesinando. ¡Ven a conocerlas! Te escribo desde el oscuro trasero del mundo. 
Lo abrazo y recuerdo lo que pudo inspirarle, las turbas alocadas, los gritos de horror, la gente tendida en charcos de sangre. Mi padre, rostro cansado, dice: “Vayan a dormir, mañana continuamos el viaje”. Callamos. Un bizcocho reparte entre los tres antes de acostarse. Abhid me toma de la mano y se tiende a mi lado. Ensoñamos. Al amanecer debemos viajar en un viejo ómnibus. El silencio es espeso, el viento aúlla de dolor, nos estremece. En mis sueños miramos el mapa de las costas del mar Mediterráneo, tan ajeno y extraño para este viaje que papá nos propone. Mi hermano y yo sabemos que cuando más abarquemos ilusiones, prontos a partir, más sentiremos el rigor del tiempo, de nuestros miedos. Desconocemos las leyes de inmigración de esos países imponiendo la servidumbre en nosotros aunada a sus interminables distancias. 
Y mañana, aunque nos pesen los ojos, pies cansados, ocultando nuestros miedos, podremos llegar al otro lado, entonces le diré a mi padre: “Aquí me quedo, con mi hermano Abhid”. Despierto sudoroso, sediento, el pecho galopándome. Y es quees así, vivimos una pesadilla, estamos en guerra; no sabemos a dónde ir; mamá y muchos civiles han muerto, incluso niños como yo. Quiero dormirme una vez más, no despertar, no pensar que un fusil dispara, que una granada estalla, que un machete te puede cercenar el brazo o hundirse en tu cráneo.

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